La Noche de San Juan

 


El sol iba asomando por entre los altos pinos, disipando la neblina de la madrugada. En el pequeño poblado las personas despertaban al recibir los primeros destellos de la luz del día por entre las hendijas de las ventanas. Los leñadores ya calzaban sus botas, prontos para la recolección. No era un día como cualquier otro, y todos lo sabían. Habían esperado con entusiasmo la llegada de la Noche de San Juan, la noche más larga del año, una ceremonia de origen pagano que celebraba la llegada del solsticio de verano en los países europeos mediterráneos, cuyo rito principal consistía en encender una hoguera para darle más fuerza al sol, que a partir de ese día iba haciéndose más débil.

Las personas del pueblo acostumbraban encender hogueras para recibir la purificación y el nuevo comienzo, pero cada cual lo vivía a su manera. Las mujeres encenderían hogueras en la playa y bailarían juntas en torno al fuego, al son de melodías paganas. Escribirían, en un papel amarillo con tinta roja, tres deseos, que luego arrojarían al fuego, y tirarían al mar tres objetos que simbolizan las cosas negativas que han vivido para que se las lleve la marea. Cuando llegara la mañana, se lavarían la cara con agua del mar y pétalos de rosa para estar más hermosas el resto del año. 

Lorena también participaría de la celebración, pero ese año había decidido realizar su rito en soledad. Ya cansada de que la marea se llevara no sus pesares, sino sus amores, sintió que esta vez su ritual debía ser diferente. 

Bastian, como algunos de los hombres del pueblo, era pescador. Rústico y sin adornos, como la mayoría. Lorena, suave y delicada, una de las mujeres más bonitas y codiciadas del pueblo, había rechazado a los mejores partidos, aquellos hombres que venían con flores hasta su puerta, prometiendo el cielo y las estrellas. Ella, con el tacto apropiado y el excesivo cuidado por no herir sentimientos, desalentaba a los pobres pretendientes con evasivas. Era Bastian el objeto de su obsesión, la añoranza de las noches, el fuego que la quemaba por dentro. Era él, y solo él, así como antes había sido aquel otro y solo aquel otro, un viajero sin rumbo que peleó por ganar la miel de su cuerpo para desaparecer luego de saciar su apetito, en busca de nuevas tierras que conquistar. 

Ella era el ave fénix que se destruye y resurge luego de las cenizas. El hombre, su destrucción. Siempre era él, no importaba el nombre ni la apariencia, siempre era ese hombre el único que, en su hipnosis adictiva, prometía el regalo de aspirar en su esencia el humo gris y delicado del amor. 

Al caer la noche, la música comenzaba a sonar en todo el poblado. Entre las casitas desperdigadas por el bosque, en medio de la completa oscuridad, se veían crecer las fogatas mientras se oían risas y cánticos. Como era habitual, los hombres acompañaban la celebración con cerveza. Algunas mujeres eran capaces de llevarles el ritmo en el cortejo de la bebida. Eran, sobre todo, las esposas, que esa noche generaban una comunión especial con sus maridos, aunque casi siempre terminaba en chisperíos de pasión o de ira por todo lo reprimido que salía a la vista ante la luz de las llamas y los efluvios del alcohol. 

Desde la distancia, Lorena veía las lucecitas, tantas esperanzas y sueños encendidos por doquier. Como la música que le llegaba desde lejos le resultaba agradable para su propio trance, decidió dejar su espacio en silencio para nutrirse de aquellas armonías de animados ritmos medievales, celtas y folks, provenientes de distintos puntos del bosque. En su mente, era capaz de elegir una de las tantas piezas y aislarla a su voluntad para envolverse en esa música. 

Luego de armar un buen montón de leña que ya le trajeran por la tarde algunos leñadores del pueblo, encendió la fogata, que no tardó en crecer. El fuego, vivo y luminoso, se reflejó en sus ojos, que se encendieron como dos perlas negras del inframundo. 

Nadie podía verla, todos estaban ocupados en sus rituales, y la distancia sumada a la vegetación, propiciaban el aislamiento, una cúpula, el escondite perfecto para ser sin reparos ni vergüenzas. 

Muy temprano, antes de que despuntara el sol, había ido a la playa llevando tres objetos. Se metió en el mar hasta que el agua le llegó al pecho y, con un fuerte impulso hacia el horizonte, arrojó el primero: una pequeña caja de madera labrada, en cuya tapa lucía una pareja antigua en pleno cortejo, y en cuyo interior guardaba una carta de amor que nunca entregó, junto a una pequeña rosa con los pétalos marchitos y desprendidos, que alguien le regalara veinte años atrás. La cajita fue navegando entre la espuma hasta perderse de vista. Era señal de que las deidades del mar aceptaban la ofrenda. 

El segundo objeto era un viejo cuaderno en el que estaban escritas obsesivamente todas las palabras que habían nacido entre ella y un amor del pasado. Aunque nunca había releído su contenido, no había podido desprenderse de ese cuaderno hasta aquel momento. Conservar las palabras era una forma de mantener con vida el amor que se fue. El cuaderno se hundió en el mar, y ella se sintió liberada. 

El tercer objeto era un espejo con incrustaciones de piedras semipreciosas alrededor. Ya no quería ver el reflejo de sí misma en él. Lo arrojó muy lejos hacia el horizonte, que ya empezaba a tomar los colores de las primeras luces del amanecer. El espejo se hundió en el mar y ya más nunca pudo reflejar la luz.

  

El fuego ardía en toda su plenitud. En un papel amarillo, siguiendo la tradición de sus congéneres, escribió tres deseos:

- El amor de Bastian.

- Amarme a mí misma.

- Que se cumplan mis deseos y que el mar se lleve lo que debo soltar.

 

El frenesí de la celebración estaba alcanzando su punto más álgido. La energía se dejaba sentir en el aire. Risas, llantos, gritos de euforia, alcohol y desenfreno, con la música viajando por todo el espacio. Lorena, dentro de su cúpula arbolada, bailaba alrededor de la fogata que, en su crispación, acompañaba la danza. Sus largos cabellos eran como las llamas, moviéndose salvajemente en el aire de la noche. Se quitó el vestido y bailó, bailó descalza, desnuda, iluminada y escondida, en aquel espacio donde nadie podía verla, donde podía ser aquella que nadie imaginaba, un alma salvaje encerrada en un cuerpo de mujer.

            Unos pies masculinos caminaban haciendo crujir las ramas del suelo. El hombre se acercó hacia la luz que se hacía cada vez más intensa. Observó y vio unos cabellos que, como cintas danzantes alrededor del fuego, emitían un brillo embriagador, más embriagador aún que todo el alcohol que llevaba en su sangre.

            Se quedó de pie entre los árboles, extasiado con la visión de esa mujer desnuda que bailaba desenfrenadamente en torno al fuego y al ritmo de la arcaica melodía. Hechizado, sintió el llamado de lo primitivo dentro de su pecho reflejado en esa imagen.

            Lentamente, como en un trance, fue acercándose hasta un punto en donde ella pudo percatarse de su presencia. Lorena se sobresaltó solo por un instante, hasta darse cuenta de que ese hombre era el deseo que acababa de pedirle al fuego: Bastian. Continuó bailando, con sus ojos, que reflejaban las llamas, clavados en los suyos. Sus labios desenfrenados necesitaron sentirse. Él se quitó la ropa y los cuerpos se unieron como oro fundido en el fuego. La piel dorada girando sobre sí misma a los pies de la hoguera, era una sola. Las lenguas saboreando y sintiendo con total entrega y libertad, las manos que ya no podían decidir dónde reposar de tanta extensión que había para descubrir. La mente que dimitía su existencia para dejar ser a lo primitivo. “Mi amor”, ella creyó escuchar de los labios de él. “Mi amor”, una vez más, y supo que su deseo estaba cumplido. Así los encontró la cumbre del placer, inevitable, arrasadora, destrucción y redención sublime.

 

            El fuego de Lorena aún ardía con intensidad. Bastian se puso de pie, calzó sus jeans deteriorados, se puso su remera y los zapatos. Ella, que yacía con su cuerpo desnudo sobre la hierba, desde allí lo miraba esperando algo, con la ingenuidad de una niña que no sabe qué puede esperar.

            Sin mirarla, con una leve media sonrisa, él le dijo “Nos vemos”. 

            Sí, pensó Lorena, "Nos vemos por dentro…"

            

  Lorena se puso de pie. Con el fuego a sus espaldas, convertida en una triste silueta de contrastes, lo miró partir hasta perderlo de vista.

 

El mar le inundó los ojos, bajó en cascada por su pecho hasta caer como lluvia sobre sus pies. Lorena no quería ahogarse. Ya casi no podía respirar y había olvidado cómo nadar.  Fue entonces cuando recordó que el agua se evapora en el fuego. Se dio la vuelta para dejar que las llamas volvieran a infundir en sus ojos el brillo del inframundo. Dio un paso, luego otro, y solemne, decidida, fuerte y poderosa, se adentró en el fuego.

 

           Un fragor inundó todos los rincones del bosque, del poblado, llegando incluso hasta la playa y hasta los barcos de los pescadores, hasta las casas de los ancianos y las cunas de los niños que sueñan. Ante ese sonido agudo y resplandeciente, los pobladores se alarmaron y corrieron hasta el lugar de donde provenía.

        Todos llegaron casi al unísono, las mujeres, los leñadores, incluso Bastian estaba entre ellos. 

        Cuando vieron aquello, todos quedaron inmóviles y atónitos. Las mujeres se taparon la boca con las manos, con los rostros desencajados. Bastian dio dos pasos al frente, en un impulso de voluntad por hacer algo, pero no pudo continuar y se detuvo, rígido como una estatua de sal, con las manos a ambos lados y su rostro reflejando el horror. 

        Lorena estaba bailando dentro de la hoguera, pero el fuego no la quemaba. Reía y giraba con sus brazos alzados sobre su cabeza y su cabello al rojo vivo, flotando en torno a los giros de su desnudo cuerpo, indiferente a los demás. Las mujeres cubrieron los ojos de los niños, y ellas mismas se dieron la vuelta, sin poder soportar lo que veían. Por el contrario, los hombres miraban pasmados, con la boca abierta, sin mover un solo músculo del cuerpo. 

        Finalmente, Bastian reaccionó y se acercó en un frenético impulso hacia el fuego, pero cuando quiso poner sus manos dentro para sacar a Lorena de allí, las llamas se extinguieron de inmediato, como si hubiesen echado agua o arena. Las cenizas ascendieron, cubriéndolo todo y cayeron luego desde el cielo, como grises copos de nieve. 

        Lorena no estaba. Había desaparecido, o se había carbonizado sin dejar rastro alguno. En el poblado nadie jamás nunca pudo explicar ese acontecimiento.

 

        Bastian no lo soportó. Esa misma madrugada, abordó su barco, se adentró en el mar y navegó hacia el horizonte, que ya empezaba a tomar los colores del inexorable amanecer, dejando ver los pétalos de rosa sobre la superficie del agua. Nunca se volvió a saber de él.

 

Las subsiguientes generaciones de pobladores continuaron celebrando el solsticio, pero luego de aquella noche, nombraron a la celebración como “La Noche de Santa Lorena”. 

        Los ritos también fueron modificados. Ya no piden deseos ni belleza eterna. Ahora es un día en el que se recuerda que el amor está dentro de cada uno, que no hay carencia al respecto sobre algo que no se puede perder, porque es la esencia de la vida. Las fogatas conmemoran ese amor que se comparte y que no es capaz de extinguirse.

Dicen algunos que, en la madrugada, cuando los fuegos se apagan, instantes antes de despuntar los primeros rayos del sol, puede verse un majestuoso pájaro de rojo plumaje surgiendo de entre las cenizas que, con un profundo chirrido, vuela hacia el mar hasta perderse de vista en el horizonte.

 

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