El hombre que se despojó de sí mismo

 



Un hombre fue en busca de sí mismo.

Con este objetivo, comenzó a deshacerse de todo lo que no era esencial en su vida. Pensó en sus hermanos, que lo presionaban constantemente para reunirse a comer juntos. Entendió que, en ese vínculo, él no era más que un actor cumpliendo el personaje dispuesto en un guion preestablecido. Responder a la obligación de ser un hermano comprometido, un buen amigo y un hijo responsable, en nada se correspondía con sus aspiraciones, con quien él sentía ser.

Ese día decidió barrer con los convencionalismos y deshacerse de esas relaciones que no le significaban nada de aquello esencial que pretendía hallar. Entonces, desde adentro, rompió relación con sus hermanos. Ya no eran tales desde ese momento.

De su cabeza arrancó el deber, con todas las raíces que de él se desprendían: Aquellas que gritaban “¡hey!, ¡responde los mensajes!” Aquellas otras que escribían en su frente palabras como “egoísta", "desconsiderado", "antisocial”, cada vez que rechazaba una invitación de sus amigos o una reunión con sus compañeros de trabajo. Arrancó las raíces que habían arraigado desde el salón comunal de la vecindad, con sus múltiples requerimientos de “buen vecino y ciudadano modelo”. Se deshizo de las deudas imaginarias que cobran por existir; por beber agua y acurrucarse en un espacio de la Tierra. 

También se desvinculó de su mujer, y del prefijo posesivo “su” que denota propiedad. Junto con ella se fue el miedo de perderla. Rompió lazos con cualquiera que presumiera conocerlo. Soltó el deber de escuchar cuando alguien habla, de responder con normalidad y de reírse cuando alguien dice algo que pretende ser gracioso. Cerró los oídos a las murmuraciones, a los vituperios y alabanzas. Desarraigó de sí a los grupos, a las manadas, y los músculos de su rostro dejaron de reproducir las expresiones sociales que comunican aquiescencia. Arrancó culpas y obligaciones, desanudó su vergüenza y la necesidad de aprobación. Se desprendió de la censura y del aplauso. Se despojó de tanta gente que ya no tenía por quien ser aprobado o censurado. Abrió el cerrojo a sus propios juicios y opiniones y los dejó escapar por el aire como confeti endemoniado.

Ese día, desde la interioridad de su epidermis, le dijo a su jefe que se fuera a dar unas quinientas veinticuatro vueltas al Himalaya en su coche computarizado y que regalara su empleo a algún apurado. Dio gracias a sus padres por haberlo traído al mundo, agregando que “no hubiera sido necesario”, y se despidió de ellos, así como de sus tías, primos y sobrinos con sus deberes y obligaciones parentales.

Aferrado al suelo, encontró el equilibrio. Desde allí comenzó a escalar. Cuando se sintió seguro, escaló tan alto, que aflojó su mente, y los muros de contención y sentido de identidad, aquellos agradables muros, su protección y a la vez su trampa, se derrumbaron.

La locura de los falsos propósitos se quebró hasta que el único propósito subyacente que permaneció intacto fue experimentar todas las dimensiones de la vida en su totalidad.

Libertad sin mesura fue anarquía en su pasado. Ese día, en perfecto equilibrio, desmanteló su estructura psicológica y pudo simplemente vivir.

Se despojó de las dudas existenciales, pues ya apenas existía. Se quitó las medias, apoyó sus pies en la tierra y supo que sus pies ya no eran suyos: eran de la Tierra.

Todo contenido de su vida fue cayendo como las hojas secas del otoño, pulverizándose para perderse en el espacio a eones de distancia de aquel día, un día como cualquier otro.

Continuó despojándose de esto y de aquello hasta que, finalmente, vio el vacío. Vio que era nada y que, a su vez, lo era todo. Vio en todos a sus hermanos, a su padre, a su madre, a sus tías y sobrinos, a su esposa, a sus hijos. Y no pudo más que sentir amor por todos los seres, plantas o humanos, rocas o bestias, mares o estrellas. Vio a esas células del cuerpo de la eternidad, esas que, siendo partes de un absoluto, absortas en la ignorancia, proclaman su individualidad. 

El hombre ya no era un hombre. Era una célula de la inconmensurabilidad,

Muchos dicen: “Hay que ser alguien en la vida.” Aquel día, ese hombre dejó de ser “alguien” para descubrir su inexistencia. 

Ese día el hombre se despojó del hombre, para ser el espacio donde la vida baila, juega, respira y sueña con existir.


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